LO QUE TAMBIÉN ES MÍO

La primera carne de gallina fue en el 93, aunque mi memoria visual apenas guarda tres imágenes de aquello: el velódromo abarrotado, los ojos brillantes de Andoni Egaña en la conmovedora dedicatoria a Lazkao Txiki y, qué cosas, el puro humeante de Sebastian Lizaso cada vez que lo enfocaban las cámaras de ETB. ¿Por qué me emocioné yo también si no era capaz de entender ni una tercera parte de las palabras que al atravesar el aire provocaban risas, murmullos, silencios sepulcrales u ovaciones? Dos décadas después sigo sin tener respuesta y, desde luego, sin buscarla. Si bien me tengo por un tipo nada dado a la sensiblería, de vez en cuando rindo mis defensas y, con paradójico pragmatismo, simplemente por no enfrentarme a una fuerza que me supera, dejo que el corazón me lleve. No me avergüenza reconocer que las mejores cosas que me han ocurrido en la vida han ido llegando por los coladeros que la razón no alcanza a cubrir. Esto también.

Pese a todo, hubieron de pasar bastantes lunas hasta el siguiente rapto de fascinación. Como a los protagonistas de La amigdalitis de Tarzán, de Bryce Echenique, los bertsos y yo éramos dos amantes a los que nunca les cuadraban las agendas. Cuando no era una cosa, eran tres o diez las que nos hacían ir coleccionando citas frustradas, espantadas de última hora y hasta algún que otro desencuentro. Me acuso de todos ellos porque, joven y soberbio como era, me dio por ir de castigador y por tontear con pasiones que entonces me parecían más propias para alguien de Astrabudua que vivía en la Margen Izquierda. Ahora creo saber que detrás de aquella pose estaba la misma debilidad personal no asumida que hizo que la zorra de la fábula rechazara las uvas diciendo con desdén que estaban verdes. La realidad es que el que estaba verde era yo. Mi euskera de andar por casa me llegaba para no naufragar viendo el Gaur Egun, leyendo algún texto no muy enrevesado de Egunkaria o Argia, o escuchando los boletines de Euskadi Irratia. Dos pasos más allá se me antojaba que estaba el lado oscuro y salvaje donde solo podían adentrarse los que tenían un EGA con todos sus sacramentos si es que no habían nacido directamente en Leitza, Abaltzisketa o Meñaka. Así fuera en el centro de mi pueblo erdaldun casi de la cruz a la raya, la idea de asistir a una bertsoafari me resultaba tan exótica como la de colarme en un ritual de vudú en Haití.

Por fortuna, acudió en mi rescate el campeonato de Euskal Herria de 2005, planteado, según veo en perspectiva, a la medida exacta de las miles de personas que habíamos convertido nuestra ignorancia en miedo y este, a su vez, en algo parecido al rechazo. La labor de los organizadores tuvo bastante de apostolado. Fueron ellas y ellos los que cruzaron la muga de la supuesta ciudad prohibida y nos condujeron de la mano hasta sus rincones más escondidos para que comprobáramos no solo que no teníamos nada que temer, sino que podíamos llegar a disfrutar como no imaginábamos. ¡Vaya que podíamos! Yo lo hice con el ansia y la entrega, no sé si de los conversos o de los que después de haber vagado durante años encuentran el camino de vuelta a casa. En la medida de mis posibilidades, quise ayudar a difundir la buena nueva. Cada sábado y cada domingo, en el programa de radio que conducía entonces, hicimos el seguimiento al milímetro de las fases previas. No tengo palabras de agradecimiento suficientes para todos los bertsolaris en activo o retirados, gaijartzailes, presentadores, jueces, y periodistas especializados que me acompañaron en lo que sigo recordando como uno de los trabajos que más me enorgullecen de mi carrera. Por supuesto, transmitimos la final desde el BEC, donde no cabía un alfiler. Ese domingo de diciembre volví a estremecerme de los pies a la cabeza cuando Egaña —¡otra vez él!— dedicó su cuarta txapela consecutiva a su madre y a las de sus compañeros. Ya sin duda, yo también formaba parte de aquello.

Javier Vizcaíno